“¡Mariana, Mariana!”, gritó Ángel en la pastosidad del duermevela, mientras se percibía a sí mismo en medio de un círculo de luz tan blanca que inundaba todo su cuerpo, al punto de sacar de sí hasta el menor vestigio de oscuridad o sombras. Ahí estaban su abrigo y su latido, su agua y su sed, su libertad creadora y su prisión sin hora… “¡Mariana!”, insistió la voz de Morbo, para hallar como respuesta una repetición de soledad y de silencio.
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