apoltrónate

éste es un blog de buena fe: no busco ningún fin trascendental, sino algo privado y familiar. tampoco me propongo prestar ningún servicio ni trabajo para mi gloria: mis fuerzas no realizarían tal deseo. lo dedico a mi gente (en la sangre y en el afecto) para que pueda encontrar aquí rasgos de mi condición y humor. quiero mostrarme en mi manera de ser, porque soy yo mismo a quien pinto. mis defectos, mis imperfecciones y mi manera de ser se reflejarán aquí de la cabeza a los pies, del cerebro al corazón. si resultara válido, me habría pintado de cuerpo entero y completamente desnudo, pero para eso hay otros lugares. sépase que soy el contenido de mi blog, sin que esto sea válida razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí.

lunes, 27 de agosto de 2018

Ciudad de libros I: Dos suicidios y una muerte


No acababa de entrar a la librería, cuando recibí un mensaje de mi madre: “Con la novedad de que se suicidó Héctor Pérez.” Y pese a que tenía años de no haberlo visto ni hablado con él, la noticia me dejó desconcertado: no habría pensado en él como alguno de los que se suicidan aunque, bien mirado, no lo veía desde que éramos adolescentes, y si uno no cambia significativamente a partir de entonces, hay ciertos rasgos que se acentúan. Héctor era un tanto taciturno.
(Héctor era amigo de uno de mis hermanos mayores, aunque, como ha sucedido con buena parte de las amistades, propias o de cualquiera de mis hermanos, terminan convirtiéndose en bien común familiar. Además, Héctor era sobrino de una de las amigas de infancia de mi madre, y ellas aún se frecuentan. Fue justamente la tía Irene quien le avisó a mi madre de la mala nueva.)
Mientras mis ojos vagaban por los estantes de la librería, relacionaba yo ese aspecto taciturno de Héctor, acentuado durante unas vacaciones en Mazatlán, con el recuerdo de haberlo fotografiado, a escasos centímetros de distancia. Yo practicaba mis lecciones de fotografía en la playa, y de pronto lo vi tan abstraído que lo llamé por su nombre, volteó y le tomé la foto. Esa tarde tenía la mirada triste… Vagué un rato más por la librería y encontré dos curiosidades de teatro. Al pasar a pagar, Manolo, el dueño, me preguntó si no había visto tal o cual libro. Le dije que no y nos pusimos a platicar durante un buen rato. En un momento de la conversación, y mientras mi mirada seguía vagando por la librería, vi que allí estaba un libro que tenía tiempo de estar buscando: Pina Pellicer: Luz de tristeza (1934-1964).
—Manolo, ¿y éste, en cuánto está?
—No le he puesto precio. Es de los de Tania… ¿Sabes de Tania?
No sé si fue la pregunta, o la mirada de Manolo, o el tono de su voz, pero supe que lo que iba a decirme, no sería nada agradable.
(Manolo se refería a la mujer, ya algo mayor, a quien siempre había supuesto era su esposa, y quien siempre platica con Manolo: desde su sillón ella; desde su escritorio, él. Tania es también una mujer con la curiosidad abierta ante muchos temas y la vez anterior que había estado yo en la librería, buscamos en Google la autoría de la letra de una canción, cuyo nombre no recuerdo ahora. A Tania le gusta conversar.)
—Sí, le dije, y me extrañó no verla (“tanto como la forma de tu pregunta”, habría querido decirle).
—Entonces, no sabes, me dijo. Tania murió a principios de enero.
La noticia me puso triste. La tristeza se mezcló con el sentimiento de incredulidad que traía por lo del suicidio de Héctor. “Ay, Manolo, le dije, no acostumbro decirlo, pero lo siento. Perdón, pero sin ella, la librería no volverá a ser la misma.” Manolo sólo se sonrió y nos pusimos a platicar de la muerte de su amiga. Para no entrar en pormenores, Tania murió sola. Tardaron días en darse cuenta. Encontraron su cuerpo entre la recámara y el baño. El hermano de Tania salió del asilo donde vive, y se encargó de vaciar el departamento “de la finada”, como dirían en Venado, dejándole a Manolo sus libros, entre los que estaba la biografía de Pina Pellicer.
(Como le sucede a Muchagente, yo conocía a Pina sin conocerla. Muchagente pregunta: “¿Pina Pellicer? ¿Quién es ella?” Y responde con un “Ah” cuando se entera que es la esposa de Macario, en la película del mismo nombre y que estelariza Ignacio López Tarso. La tenue aparición de Pina dejó para la posteridad sus enormes ojos tristes. Con el tiempo, me enteré que ella debutó como actriz en el cuarto programa de Poesía en Voz Alta, justo cuando se estrenaron las tres piezas teatrales con que se presentó como escritora Elena Garro: Andarse por las ramas, Los pilares de doña Blanca y Un hogar sólido. Pina encarnó a Catita. Eventualmente, llegó a Europa y a Hollywood. Fue co-protagonista de Marlon Brando en la única película que dirigió don Corleone: One-Eyed Jacks (1961). Se dice que Hitchcock mostró interés en el trabajo de Pina.)
“Dos suicidios y una muerte”, le dije a Manolo. Ante su extrañeza agregué: “Al llegar a la librería, me avisaron del suicidio de un amigo de la familia. Me llevo la biografía de una suicida, en el ejemplar que perteneció a una muerta, conocida mía.” Y nos pusimos a hablar del suicidio y de lo incomprensible que resulta, para sus defensores y sus detractores. La incredulidad y la tristeza incrementaron cuando la conversación nos llevó a percatarnos de que Manolo y yo estamos abrumadora y absurdamente vivos, enmedio de todo aquello. Vivos y rebosantes de incredulidad (por sus muertes) y de tristeza (por nuestras vidas). Manolo extraña a Tania.
Al llegar a casa, abrí el libro. Casualmente llegué al testimonio de Tara Parra. ¿Por qué, generalmente, al evocar a un suicida, en la voz se percibe cierto eco y en las letras, un gran vacío en su negritud? Destaco dos fragmentos de su testimonio:
1.       Durante los ensayos de Poesía en Voz Alta, Juan Soriano le dijo a Héctor Mendoza que pusiera en el mismo camerino a Tara y a Pina. De no hacerlo así, dijo Juan Soriano: “Un día la vamos a encontrar colgada del foco.”
2.       Siete años después, al enterarse Tara del suicidio de Pina, luego de la sorpresa inicial, concluyó que Juan Soriano conocía a Pina. Al recordar el episodio anterior y relacionarlo con la noticia del periódico, dice Tara: “Sentí como un choque eléctrico.”
(Quizás lo que no aceptamos del suicidio es que se trata de los pocos hechos de la vida que no pueden ser atribuidos a la casualidad.)