No
acababa de entrar a la librería, cuando recibí un mensaje de mi madre: “Con la
novedad de que se suicidó Héctor Pérez.” Y pese a que tenía años de no haberlo
visto ni hablado con él, la noticia me dejó desconcertado: no habría pensado en
él como alguno de los que se suicidan aunque, bien mirado, no lo veía desde que
éramos adolescentes, y si uno no cambia significativamente a partir de
entonces, hay ciertos rasgos que se acentúan. Héctor era un tanto taciturno.
(Héctor
era amigo de uno de mis hermanos mayores, aunque, como ha sucedido con buena
parte de las amistades, propias o de cualquiera de mis hermanos, terminan
convirtiéndose en bien común familiar. Además, Héctor era sobrino de una de las
amigas de infancia de mi madre, y ellas aún se frecuentan. Fue justamente la
tía Irene quien le avisó a mi madre de la mala nueva.)
Mientras
mis ojos vagaban por los estantes de la librería, relacionaba yo ese aspecto
taciturno de Héctor, acentuado durante unas vacaciones en Mazatlán, con el
recuerdo de haberlo fotografiado, a escasos centímetros de distancia. Yo practicaba
mis lecciones de fotografía en la playa, y de pronto lo vi tan abstraído que lo
llamé por su nombre, volteó y le tomé la foto. Esa tarde tenía la mirada
triste… Vagué un rato más por la librería y encontré dos curiosidades de
teatro. Al pasar a pagar, Manolo, el dueño, me preguntó si no había visto tal o
cual libro. Le dije que no y nos pusimos a platicar durante un buen rato. En un
momento de la conversación, y mientras mi mirada seguía vagando por la
librería, vi que allí estaba un libro que tenía tiempo de estar buscando: Pina Pellicer: Luz de tristeza (1934-1964).
—Manolo,
¿y éste, en cuánto está?
—No le
he puesto precio. Es de los de Tania… ¿Sabes de Tania?
No sé
si fue la pregunta, o la mirada de Manolo, o el tono de su voz, pero supe que
lo que iba a decirme, no sería nada agradable.
(Manolo
se refería a la mujer, ya algo mayor, a quien siempre había supuesto era su
esposa, y quien siempre platica con Manolo: desde su sillón ella; desde su escritorio,
él. Tania es también una mujer con la curiosidad abierta ante muchos temas y la
vez anterior que había estado yo en la librería, buscamos en Google la autoría
de la letra de una canción, cuyo nombre no recuerdo ahora. A Tania le gusta
conversar.)
—Sí, le
dije, y me extrañó no verla (“tanto como la forma de tu pregunta”, habría
querido decirle).
—Entonces,
no sabes, me dijo. Tania murió a principios de enero.
La
noticia me puso triste. La tristeza se mezcló con el sentimiento de incredulidad
que traía por lo del suicidio de Héctor. “Ay, Manolo, le dije, no acostumbro
decirlo, pero lo siento. Perdón, pero sin ella, la librería no volverá a ser la
misma.” Manolo sólo se sonrió y nos pusimos a platicar de la muerte de su
amiga. Para no entrar en pormenores, Tania murió sola. Tardaron días en darse
cuenta. Encontraron su cuerpo entre la recámara y el baño. El hermano de Tania
salió del asilo donde vive, y se encargó de vaciar el departamento “de la
finada”, como dirían en Venado, dejándole a Manolo sus libros, entre los que
estaba la biografía de Pina Pellicer.
(Como
le sucede a Muchagente, yo conocía a Pina sin conocerla. Muchagente pregunta:
“¿Pina Pellicer? ¿Quién es ella?” Y responde con un “Ah” cuando se entera que
es la esposa de Macario, en la película del mismo nombre y que estelariza
Ignacio López Tarso. La tenue aparición de Pina dejó para la posteridad sus
enormes ojos tristes. Con el tiempo, me enteré que ella debutó como actriz en
el cuarto programa de Poesía en Voz Alta, justo cuando se estrenaron las tres
piezas teatrales con que se presentó como escritora Elena Garro: Andarse por las ramas, Los pilares de doña Blanca y Un hogar sólido. Pina encarnó a Catita.
Eventualmente, llegó a Europa y a Hollywood. Fue co-protagonista de Marlon
Brando en la única película que dirigió don Corleone: One-Eyed Jacks
(1961). Se dice que Hitchcock mostró interés en el trabajo de Pina.)
“Dos
suicidios y una muerte”, le dije a Manolo. Ante su extrañeza agregué: “Al
llegar a la librería, me avisaron del suicidio de un amigo de la familia. Me
llevo la biografía de una suicida, en el ejemplar que perteneció a una muerta,
conocida mía.” Y nos pusimos a hablar del suicidio y de lo incomprensible que
resulta, para sus defensores y sus detractores. La incredulidad y la tristeza
incrementaron cuando la conversación nos llevó a percatarnos de que Manolo y yo
estamos abrumadora y absurdamente vivos, enmedio de todo aquello. Vivos y
rebosantes de incredulidad (por sus muertes) y de tristeza (por nuestras
vidas). Manolo extraña a Tania.
Al
llegar a casa, abrí el libro. Casualmente llegué al testimonio de Tara Parra.
¿Por qué, generalmente, al evocar a un suicida, en la voz se percibe cierto eco
y en las letras, un gran vacío en su negritud? Destaco dos fragmentos de su
testimonio:
1.
Durante los ensayos de Poesía en Voz Alta,
Juan Soriano le dijo a Héctor Mendoza que pusiera en el mismo camerino a Tara y
a Pina. De no hacerlo así, dijo Juan Soriano: “Un día la vamos a encontrar
colgada del foco.”
2.
Siete años después, al enterarse Tara del
suicidio de Pina, luego de la sorpresa inicial, concluyó que Juan Soriano sí
conocía a Pina. Al recordar el episodio anterior y relacionarlo con la noticia
del periódico, dice Tara: “Sentí como un choque eléctrico.”
(Quizás lo que no aceptamos del suicidio es
que se trata de los pocos hechos de la vida que no pueden ser atribuidos a la
casualidad.)